Algarabía desde lo alto

Mientras mi cuerpo sube buscando algarabía, un puñado de idiotas me observa por la ventana. No quiero decirles nada: hace una hora decidí quedarme en silencio.

No sé si será la mejor opción, pero mirando el panorama desde acá arriba creo haber tomado una decisión acertada. Hoy solo quiero sentir que la noche me tiene guardada una sorpresa para cuando decida bajar.

No pretendo maquillar mi ansiedad con la benevolencia de dos ancianos que me dieron un par de monedas. Para suplir esa afección, he preferido escuchar a un narcisista hablar de Dios mientras se peina frente al espejo de un baño recién pintado.

De pronto, un gigante ha aprisionado mi brazo contra la pared. Espero a que tome conciencia de lo que hace, aunque mi sonrisa irónica ya se ha transformado en una mueca de dolor. El tipo advierte que me lastima, y por eso ahora usa toda su fuerza para aplastarme. Pobre: no sabe que estoy tan herido que su brutalidad, en lugar de hundirme, ha rejuvenecido mi alma.

Sé que no podremos mirarnos a los ojos para decirnos lo que sentimos. Eso lo aprovechará una señorita maliciosa, que busca vendernos amor en envases agujereados por balas extraviadas.

El gigante ahora duerme. Aprovecho para limpiarme la sangre y pedirle a la señorita la promoción de dos besos y un abrazo. Últimamente ando lejos de esas sensaciones, y quiero guardarlas para cuando deba enfrentar a esa mujer a la que le duelen las desgracias ajenas.

Esa simpática flor, cultivada con fertilizantes vencidos, no sabe que estoy atrapando una estrella para entregársela cuando la vea. Sé que a ella no le importa si soy benévolo o un cerdo cubierto con alambre de púas, pero quiero hacer lo que dicta mi instinto cuando alguien me cautiva.

Compartir
Compartir
Compartir

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *