¿Cuántos pecados estaremos pagando? grita una mujer llena de angustias. Ella no entiende que los ángeles vestidos de negro están apadrinados por las garras de un león narcisista que se viste con ropa de cocodrilo.
Desde lejos, la señorita que cultiva fresias amarillas en una palangana de acero inoxidable me pide, por favor, que siga insistiendo en lo que me hace feliz; que no me deje apabullar por las decisiones inútiles de gente que guarda la palabra fracaso en un frasco de vidrio maloliente.
En menos de una hora, todos han decidido marchar, tomados de la mano, en busca de paz para sus corazones. Parece que necesitan estímulos de demagogia para ser felices. Se nota que tuvieron que arrodillarse para poder beber el agua podrida de la canilla.
Sistemáticamente, estamos llegando al umbral del colapso demencial. Todos queremos estar tranquilos, pero nos golpeamos el rostro con una rama de sauce para demostrar que podemos sonreír sin tener que mirarnos al espejo.
He decidido contestarle a la mujer que sí: que estamos pagando los pecados de gente impoluta y de rumiantes llenos de crueldad. No creo que pueda convencerla de que debe saltar el camino silencioso, porque, de lo contrario, será presa del león… y también del cocodrilo.