Podría pintar el cielo de amarillo y a los árboles ponerles apellido. Seguramente eso provocaría un colapso en los corazones de las personas llenas de odio.
No crean que no me divierte la actitud de esa gente. Aprendí de muy chico a sonreír en silencio. Una virtud que me dejó un viejo que solía mirar a las palomas cuando se columpiaban en los cables de alta tensión.
Una vez imaginada esa secuencia de árboles llenos de orgullo. Ahora puedo sentarme a mirar qué le sucede a las estrellas cuando buscan ser protagonistas en las noches finales de invierno.
Del otro lado del campo alguien me avisa que llegará viento. ¡Qué estúpido! Quien podrá creer semejante idiotez… Con lo linda que se ve la luna llena.
De un momento a otro siento que el «estúpido» tenía razón. Ahora tengo el cabello lleno de tierra y los últimos billetes que tenía en el bolsillo izquierdo se me acaban de volar.
Ya no hay más luna llena, tampoco estrellas fugaces. El cielo se ha convertido en una fotografía perfecta de una película de terror. Que miserable que soy, me gritan desde el oscuro, ¡pobre! Seguramente nunca supo de los dolores del alma, de cielos amarillos que encandilan al sol y muchos menos de árboles con apellido.