Desde hace mucho tiempo, la mujer de cabellos desparejos decidió que sus días oscuros se ocultaran bajo las nubes de agosto. Para ella, conservar su hidalguía es un mandato silencioso, aunque su rostro, marcado por incertidumbre, la delate.
Nadie le ha dictado el camino. Es natural que alguien que se atreve a desafiar al mundo —solo por el coraje que lleva en la sangre— busque demostrar valentía. Pero su coraza, antes impecable, hoy exhibe manchas de óxido. Y ese óxido, invisible para algunos, la vuelve frágil ante la mirada inquisidora de los pescadores nocturnos.
Ellos llevan tiempo acechando. Sabe que podría caer en sus redes, pero aún le quedan cien gramos de nobleza que no piensa malgastar. No es mucho para una mujer habituada a cultivar el histrionismo, pero sí lo suficiente para resistir. Porque si la nobleza se apaga, no será más que un plato servido en la mesa de los pescadores.
No culpemos a las nubes por lo que sucede. Solo asistimos a un atardecer sombrío, mientras los sonidos que venían de la costa se disuelven en un silencio impuesto por una mujer que aún cree que la muerte nunca la encontrará.