Cuando la ira florece

Las rosas habían sido cortadas de manera intempestiva. Ni siquiera las plegarias de una anciana, cargada de dolores, pudieron detener a un animal desbordado de exasperación. De poco sirvió haber comprado un perro de raza para que actuara como un guardián calificado.

Ese hombre, que tanto había sentido en carne propia los improperios de mentes brillantes, no pudo sostener la ira que mantenía bajo llave desde hacía más de veinte años. No soportaba que hasta su propia sombra se burlara de la manera en que caminaba.

El odio lo consumía. Tomó una sierra circular y comenzó a destrozar todo lo que se interponía en su camino. Ni siquiera aquel cuadro lleno de margaritas pudo escapar de esa furia que apenas alcanzaba a disimular su condición de “persona”.

El reguero de sangre sobre el suelo no pertenecía a ninguna víctima: era suyo. Su brazo había sido presa del último rosal que intentó defenderse. Aunque el arbusto no quedó en pie, logró arrancarle veinte centímetros de piel al animal que lo devastaba.

De la anciana provecta y de su temible vigilante solo quedaron rumores. Algunos curiosos aseguraban haberlos visto marcharse apesadumbrados; otros decían que no quedó rastro alguno. La única testigo de todo fue una rosa roja, que eligió guardar silencio: había sido arrancada por un hombre enamorado y ahora descansaba en las manos de una mujer que sonríe, aun mientras aprieta sus espinas.

Compartir
Compartir
Compartir

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *