Decisión agotada

Comienzan a elevarse muchísimos globos con forma de corazones. No quiero dejar de observarlos, aunque la tristeza me golpee la cabeza con un bate de béisbol. Desde la ventana de una casa casi abandonada, una anciana no deja de mirarme. No sé si le causa gracia mi cara de estúpido, o tal vez ella sigue esperando que le regalen un globo rojo.

El reloj marca las ocho de la mañana. De los corazones voladores no supe más nada. En la radio informan que estarían llegando al río encantado. La mujer sigue allí, observándome desde la ventana. Se ha quitado el vestido negro y ahora lleva una blusa con flores amarillas.

De un momento a otro, una mujer con la cabeza llena de ruleros me pide consejos para abrir una botella de salsa. No sé por qué me los pide a mí. Hace demasiado tiempo que estoy parado acá. Ella debería saber que ese tipo de botellas se abren con decisión. Algo que se me agotó la semana pasada, y que aún no sé dónde volver a cargar.

Cierro los ojos por un minuto, esperando que el entorno cambie. Creo que así podría ayudarle a esa noble mujer. Pero no. Ya no queda nadie. Ni siquiera la que me llenaba de miradas. Cerca de mi pie hay una botella vacía. La salsa ya no está. Alguien se la llevó en un bolsillo.

Intento moverme, pero un perro negro me agarra del pantalón. Sus ojos cansados y la falta de afecto hacen que, sí o sí, tenga que agacharme para darle un abrazo. Sé que él no me podrá decir nada, pero su corazón lleno de fidelidad compensa la falta de globos rojos con forma de corazones.

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