Los días cálidos de otoño comienzan a sucumbir. Ya es invierno. De las hojas no ha quedado nada. Solo los deseos de superación de una rosa que aún intenta mostrarnos un pimpollo.
Un pimpollo que me gustaría entregar a esa mujer hermosa que apareció en estos días, pero creo que no sería oportuno, porque a ella poco le interesa.
Es algo que también he aprendido con el tiempo: no insistir sobre mares que ya no tienen agua. Son situaciones que empecé a entender los días que pedía clemencia.
Fueron experiencias que, atravesadas por momentos duros —a veces crueles— terminaron transformándome. Cambios que llegaron con dolor, o con ese silencio que nadie ve.
Imagino que ya no habrá noches en las que podamos mirar las estrellas como lo hacíamos en aquellos días cálidos. Pienso en esa mujer que he conocido, tal vez, prefiera mi lejanía. Aunque por lo visto, no creo que le importe. Después de todo, nunca llegó a conocerme.
El día termina mientras el viento golpea con fuerza. Me quedo observando cómo un pedazo de tela se enrosca sobre una madera, perdiendo por completo su forma original. Me recuerda a esos sentimientos que nunca volverán, pero que sirvieron —sin quererlo— como aprendizaje.