El otro lado

La vi abrazada a la puerta del cementerio, intentando quedarse. Ella sabía que no era su momento, pero deseaba sumergirse en las aguas del olvido. Las desgracias se habían instalado definitivamente en su cerebro.

Como pude, la llamé por su nombre, aunque esa mujer desquiciada no quería escucharme. Traté de que su silencio no fuera a inyectarme el veneno que estaba inoculando sobre su cuerpo.

Después de varios minutos, ella me miró. Levantó la cabeza hacia el cielo buscando una respuesta. Sabía que nadie le iba a responder, pero al menos pudo salir de ese encierro que la estaba hostigando.

Le comenté que podía tomar mi mano y que, si le parecía, la ayudaba a levantarse. Dudó un poco; no me conocía, pero su hidalguía había quedado en el pasado. Con la poca serenidad que le quedaba en su bolso negro, se animó a levantarse. No voy a negar que lo que estaba viendo me llenó los ojos de lágrimas.

La mujer estaba llena de marcas en su cuerpo. No eran heridas del momento. No hacía falta ser un gran sabio para darme cuenta de que ella se había estado dañando desde hacía varios días.

Le pedí que me dijera su domicilio para poder llevarla. Ella bajó la cabeza y, entre murmullos y sollozos, dijo que su casa estaba adentro. Que solo se había escapado para saludar a su hijo, que la había dejado abandonada.

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