Las ráfagas pasionales de dos personas desconocidas son abducidas por las inclemencias climáticas. De nada han servido esas charlas secretas en la madrugada y los deseos profundos de una noche de verano. Ahora, el frío se ha apoderado de ellos y no hay forma de que vuelvan a unirse por un largo rato.
En el lecho de un río han quedado sus nombres grabados. No creo que duren por mucho tiempo. En este momento estoy observando a una señora llena de odio tratando de borrar con sus manos esas marcas que tanto le molestan. A la mujer se la ve consternada y con su boca llena de insultos. Por el momento no dice nada. Su único objetivo es no ver más el nombre de quien un día fue el amor de su vida.
Sentado a unos metros de ella se encuentra un anciano que está bebiendo una botella de vino. El hombre parece no inmutarse por lo que está haciendo esa mujer, al contrario. Se ha puesto la mano en la frente para tratar de que el sol no le moleste. Es su único problema por el momento. Algo distante de la escena fatídica hay un niño jugando bajo un árbol. Él ha cortado una rama de margaritas de la casa del anciano e intenta columpiarse de las ramas de ese árbol legendario.
No ha pasado más de cinco minutos de haber visto a la mujer ofuscada. Cuando escucho el grito desesperado de un hombre que corre de forma descontrolada. No sabe dónde está y tampoco en qué se ha convertido. Solo corre buscando que alguien lo contenga. El anciano se levanta como puede y lo abraza. Es su hijo mayor. Trata de controlarlo, pero el joven no puede entender cómo el frío cruel se ha llevado a la mujer que tanto deseaba.
La señora colmada de aborrecimiento que intentaba deshacerse del nombre escrito en el río. Ahora está de rodillas, a su lado hay un cuchillo gigante y sus manos están cubiertas de sangre. En su rostro se nota una mueca de alegría.
Por un momento todo se enmudece y se escucha la voz del niño que dice: “Mamá… Te traje margaritas”.