Que lejos quedaron los perfumes a la madreselva y que diáfanas quedaron las rosas. En algún momento parecían ser un sentimiento profundo para matar a la culpa, pero ya nada de eso significan. Ni siquiera mi corazón dinamitado por los codiciosos puede desafiar a la ingratitud.
Sin dudarlo mucho, me he convertido en un oculto personaje. Por lo tanto, trataré de no inmutarme; no quiero exacerbar a los animales del establo; ellos son sensibles a los ruidos que suelen provocar las cadenas… Y los aplausos.
Mientras me acerco a una plaza llena de incertidumbres. Una señora que va caminando con un solo zapato me obliga a que le diga qué números debe jugar a la quiniela. Cierro los ojos por cinco segundos y le digo, «tiene que jugar al veinte, porque anoche soñé que sobre unas nubes de colores, un cisne muy bello danzaba buscando paz para su cerebro».
La señora me mira, y con un tono ofuscado me dice, «no le jugaré a ese número, le jugaré al diecinueve». Usted es un pescado mentiroso lleno de resentimientos. Le respondo que tiene razón; es la repuesta indicada que muchos necesitan escuchar cuando han superado el nivel de estupidez.
Seguramente la señora seguirá diciéndome cosas sobre el razonamiento y sobre el comportamiento colectivo. Debo estar muy sensible a las explicaciones metódicas. Ya que desde hace un tiempo me alejo de las teorías decadentes de los fabuladores.
No he avanzado más de cien metros cuando me encuentro con ella. ¡Qué hermosa se la ve! Le sonrió muy tímidamente, cuando levanté mi mano derecha, e intenté decirle hola. La señora de la quiniela me grita, «no le haga caso a sus sueños, usted está fuera del juego».