Sigo sombrío bajo el amarillento álamo lleno de pestes. Desearía decirle a la señora de los ruleros que deje de observarme, pero ¿quién soy yo para ordenarle algo a una mujer llena de misterios?
Tal vez solo quiere ayudarme a limpiarme la cara, que tengo cubierta de hojas.
No voy a negar que me he dormido más de tres horas bajo este árbol ancestral. Soñé con una mujer que se acariciaba el ombligo con una pluma de una paloma astuta, mientras se reía de mis ocurrencias. No negaré que fue un hermoso sueño; hace mucho que no veo palomas inteligentes.
No quiero levantarme de este lugar. No es que esté cómodo, ni tampoco efusivo. Es que me agrada demasiado observar cómo las hormigas se pelean con las arañas por un pedazo de pata de langosta. Intuyo que las arañas se rendirán en pocos minutos: las hormigas se multiplican de manera desmesurada.
Ahora la mujer misteriosa ha decidido acercarse. En silencio, me ofrece un pedazo de pan lleno de tierra. Le sonrío y acepto su regalo. No hay nada más estúpido que rechazar un obsequio. Aprendí, mientras miraba a las hormigas, que sus vidas no transcurren en la lucha solitaria ni en el desprecio de lo que se ofrece. Quizás aquel pedazo de pata de langosta fue el resto que dejó una rata, y su triunfo sobre las arañas se debió a que no codiciaron su veneno: simplemente se hicieron fuertes ayudándose entre ellas.