No hay espacio para los tibios, tampoco para los dolores del alma. Es más, podría desafiar a los inescrupulosos para que me digan si no le tienen miedo a la muerte. Seguramente ellos me dirán que son inmunes a las garras de la susodicha. ¿Quién no lo ha pensado de esa forma? Hasta yo imaginé un campo lleno de flores bonitas para mi eternidad…
Del centro de la escena que estoy mirando, una señorita llena de palabras le dice cosas tiernas a un señor que ella protege. No es que sea buena samaritana; sabe de qué esa forma su trabajo puede durarle un tiempo más prolongado.
Todos siguen sonriendo. Parecen muy divertidos. Hasta el Señor, que parece intocable, también colabora con su risa. No debería ser tan contagiosa la falsa sonrisa; hasta las señoras intachables llenas de diplomas largan muecas graciosas sin sentido.
La música ha comenzado a sonar. Hay una mujer ebria que no deja de provocar al señor de naranja. Me da un poco de lástima su actitud. ¿Ese hombre no podrá dejar de pensar en sus amantes y escuchar a esa noble dama aunque sea unos segundos? Pregunta de mierda que hice; sin que pasara más de un minuto, la dama y el señor se están besando desaforadamente.
Me he parado y he decidido irme de ese lugar; mientras camino hacia la puerta de salida, alguien me grita que debo volver por mi mochila. Solo me doy vuelta y sonrío. Ellos no saben que ahí les deje el último paquete de sinceridad que había guardado para una ocasión especial; como la que acababa de ver mi ojo derecho.