Medianoche.

Negociamos los días de encierro con un león enjaulado que juega a ser bondadoso. Debería tirarme al vacío a buscar un poco de fantasía, ya que es inevitable la llegada del dolor. Desde acá se le ven las garras.

Un segundo de distracción me acerca hasta un bandido que tiene una botella de vino entre su ropa. Parece algo cauteloso, está tratando de que nadie lo vea, pero es imposible. Él llora los deseos extraviados que solía tener su padre.

En un cartel de colores desteñidos han escrito una frase para levantarles el ánimo a los corazones dinamitados. Un poco me causa gracia que haya alguien tan desalmado con aquellos que rifaron pasión en un casino embrujado.

Vuelven a ofrecerme una nueva propuesta. El león tiene miedo de que no sea capaz de resistir la idiosincrasia que me rodea. Quiere asegurarse de que termine salpicando suplicas por un pedazo de pan duro.

Cuando quiera acordar, ya será la medianoche. Me quedaré con ganas de reírme en un lugar inapropiado y de decirles estupideces a los hipopótamos. Eso sí, me compre medio kilo de insensatez para no quedar afuera del grupo de los irreverentes.

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