Un número nueve sobre la mesa y dos moscas molestas que revoleteaban un pedazo de pan; describían a ese lugar como algo desorbitado.
Es probable que haya estado menos de veinte minutos ahí, pero fue el tiempo justo para ver entrar a una señorita de unos treinta años. Ella llevaba un bolso rosa y tenía atado el pelo con una bolsa de nylon. No me sorprendió tanto eso. Me cautivó una rosa roja que llevaba en su pecho.
No debo negar que el escaso uso de insecticida había transformado a ese lugar en un criadero de insectos dípteros. Ya que por momentos había más de veinte moscas rodando un cuerpo casi muerto.
Fue en el momento menos pensado cuando la señorita me sonrió. Con gran cortesía se acercó hacia mí y me susurró al oído: «¿Quieres mi rosa roja?»
Sinceramente, quedé en silencio por unos minutos. Mi cerebro quedó procesando esa pregunta. Ya que nunca hubiera imaginado que esa mujer iba a desnudarse solo por regalarme una flor.